Artículos año 2016 SENEGAL

Cuando le comenté a uno de mis compañeros ciclistas que la semana siguiente no me esperasen, que me marchaba de viaje a Senegal, su primera reacción fue exclamar:

- Pero, ¿qué coño se te ha perdido a ti en Senegal?

Es una expresión hasta cierto punto habitual en nuestro entorno cuando alguien viaja a sitios más o menos lejanos o exóticos. Luego, dándole vueltas al tema y una vez que he regresado, me he parado a reflexionar sobre qué cosas podía tener perdidas y las he recuperado en este alejado país africano.

La primera pérdida había sido, sin duda, la amistad. Porque los amigos están ahí, de un modo u otro, pero las relaciones son las que van variando y dependen de cómo se alimentan, se gestionan, se enfrían o calientan según épocas y circunstancias. Se cumplen este año la friolera de treinta y seis desde que hicimos aquel fantástico viaje a Estambul con los mismos protagonistas, Mano y Pako, además de otro grupo de personas a las que apenas conocíamos. Han pasado muchos años y por eso era bueno dejarse llevar por la intuición y aceptar la propuesta de ir a Senegal, aunque nada más tomar la decisión comenzasen las dudas y la incertidumbre.

Con las personas tejemos un tapiz variado y diferente que da lugar a formas y colores nunca iguales. Con Mano, pese al tiempo transcurrido, ha servido para conocer de primera mano su evolución, sus inquietudes, su discreta forma de dar a conocer sus negocios, su hábil y pragmático manejo en los idiomas. Una persona que tiene en su propia casa un mosaico de diversidad formado por su pareja y sus hijas-nietas, como a él mismo le gusta decir en relación a su tardía paternidad, que se mueve con naturalidad y hasta con elegancia en sus intercambios comerciales y que trata de dejar su impronta liberal ante cualquier conversación que ponga en danza las ideas que nos mueven.

Pako no deja de sorprenderme. Embelesado por cualquier imagen que se presente a la vista, es capaz de aislarse de lo urgente y buscar lo sensible, aunque sea al borde de una carretera senegalesa donde una madre vende fruta para dar de comer a su hijo discapacitado en un tenderete que en nuestro país causaría sonrojo o directamente rechazo. Pako no tiene nada que ver con aquel adolescente que atravesaba a grandes zancadas la Plaza del Pilar de Ciudad Real, sin darse cuenta de quien tenía a su alrededor. Su trayectoria lo ha hecho verdaderamente universal, dispuesto a conocer todo el mundo que se le ofrezca y a aprovechar las ocasiones como vengan, sin perjudicar a los más cercanos y sin perder comba en las largas discusiones que alimenta con su pensamiento hasta límites de irremediable hastío en sus interlocutores.

No había perdido nunca a estos amigos, pero sí su amistad, su cercanía, el sentirlos como única referencia segura a tanta distancia de mis otras seguridades. Notar que todos evolucionamos, que abrimos nuevos cauces vitales, que nos movemos por otros derroteros, pero que siguen estando ahí en lo fundamental. ¡Vaya!, que me sentí muy a gusto con ellos según fueron pasando los días, las discusiones, los retos, la vida…

La segunda pérdida era el idioma francés. Esa asignatura obligada durante tantos años de aprendizaje escolar y continuada después de modo accidental mediante conversaciones aisladas o por la fuerza de la necesidad, como siempre me ha ocurrido cuando he viajado a Francia, me recuerdan que la mayoría de las veces no entendemos nada y lamentamos tantas horas de disciplinarios aprendizajes. Esta vez ha sido diferente. He conseguido prestar atención a las expresiones hechas, a los giros comunes que permiten entender las frases más repetidas y de este modo sumergirme en un idioma que siempre me resulta cercano y familiar. Sobre todo para expresarme como modo inequívoco de practicar y soltar miedos. Apenas he tenido que usar el traductor digital que ahora llevamos en el móvil como arma necesaria. Noto que me sigue gustando, como dijo un afamado escritor, quedarme de vez en cuando a vivir en la lengua francesa.

La tercera pérdida ha sido la de la tierra desnuda. Me llamó muchísimo la atención el comprobar que la civilización del cemento y el asfalto es un paisaje que abunda en nuestra zona pero que allí solo ocupa un porcentaje muy bajo sobre lo que te rodea. Todos los pequeños poblados que divisábamos desde el coche en nuestros desplazamientos estaban formados por calles de tierra, no había arcenes de asfalto en las carreteras y las autopistas pocas como excepción a esta norma.

Especialmente me gustó el tono rojizo de los caminos a los que desembocábamos cuando abandonamos la carretera principal. Así ocurrió en nuestra visita a la Reserva de Bandia, cerca de NDour y camino de nuestro destino ocasional en Saly. El sol intenso era tamizado por los numerosos arbustos de acacias silvestres que resisten la sequedad de la zona y proporcionan sustento verde a los animales, así como por las inmensas ramas de los baobaps milenarios que se suceden de forma asimétrica en la composición del paisaje.

Los animales, pese a estar en una zona acotada y controlada, disponen de una extensión lo suficientemente amplia como para satisfacer sus necesidades de locomoción, de alimento y de ejercicio aunque, supongo, que sin la obligación de luchar por sobrevivir que es lo que les otorga el carácter y les imprime la identidad a cada una de las especies.

Aquí pudimos ver especies que también tenía perdidas u olvidadas, desde los gigantescos avestruces, pequeños mirlos metálicos con su plumaje de un azul especial, gallinas de Guinea, antílopes caballo, una especie de centauros cuya cabeza es de antílope y el resto del cuerpo de caballo, los mastodónticos rinocerontes, de aspecto cansino y movimientos torpes y lentos, varios grupos de impalas, otro de búfalos y finalmente las jirafas, que tardaron en ser localizadas por el guía que nos acompañó en nuestro coche y que, por cierto, resultó ser un gran aficionado al Real Madrid, del que no solo conocía su actualidad sino que dominaba su historia como pocos casos he conocido de forma espontánea. Antes de abandonar la reserva pudimos observar un pequeño estanque sobre el que se solazaban un grupo de cocodrilos en una de sus orillas.

En cuarto lugar tenía perdido el sentido de la elegancia natural, la esbeltez de los cuerpos senegaleses aumentada por el colorista y variopinto vestuario de las mujeres, cuyos bubús y pañuelos son de una exuberancia estética especial y atractiva. Lo mismo he sentido por los rasgos de las mujeres senegalesas en general, que pese a ser exóticas para nuestra mirada, muestran un atractivo y unas formas voluptuosas, sensuales y sugerentes. Y todo ello en medio de una miseria ambiental que te inclina a observarlas desde la compasión o el antropocentrismo dominante que nos hace creer que son ellos los débiles y desafortunados. No lo tengo demasiado claro ahora, si bien es verdad que, como escribió Zweig, si “alguien quisiera empezar a imaginarse las miserias que se dan simultáneamente en este mundo, se le truncaría el sueño y se le borraría la sonrisa de los labios”. Pero solo el dolor contemplado en la realidad es el que perturba de verdad y de algún modo lo vimos cada uno en escenas que seguro conservamos en lo más íntimo de nuestra conciencia.

La quinta cosa perdida fue mi capacidad de asombro, por la contemplación de uno de los monumentos más impresionantes que he podido recorrer y admirar. Se trata del monumento a la “Renaissance africaine”, un conjunto escultórico de dimensiones colosales en cuya base se ha instalado un museo para dejar constancia del pasado y de los pasos que la africanidad ha tenido que dar para poder conquistar unas libertades y una autonomía que aún hoy sigue en entredicho. Para llegar al mismo se asciende por una escalinata amplia y gigantesca de cientos de escalones desde cuya base ya se divisan las figuras emblemáticas que lo coronan: la madre, el padre y el hijo, portado éste como en actitud oferente y liberadora por su propio progenitor. Este monumento queda cerca de los Almadies, el saliente geográfico más occidental de África y consecuentemente el punto más cercano a América por el Océano Atlántico.

En sexto lugar tenía perdido el sentido de la incertidumbre. Todo resultaba aventurero respecto a nuestras aparentes seguridades. Cada salida a la calle era un desafío a la paciencia, a ser abordados por un ejército de personas que se ganan la vida a cada instante, a las continuas inspecciones “por seguridad” de regreso a los hoteles, a la falta de normas sobre cómo se circula, sobre quien respeta los códigos establecidos…

Ahora pienso que nada era tan inseguro… que todo juega su papel. Los taxistas que circulan frenéticos haciendo sonar el claxon para convocarte, las vendedoras que se abalanzan para que les compres algo y soluciones su maltrecha economía, los múltiples personajes que sobreviven de pequeñas propinas cercanas a la limosna, el aspecto de los numerosos negocios, algunos con nombres de multinacionales, situados en espacios cutres y cochambrosos, la profusión de farmacias similares a las nuestras con su cruz verde luminosa… Curiosa y afortunadamente no contemplamos ningún accidente, ninguna pelea, ningún robo, … nada que pudiera hacernos sentir en situación de riesgo.

La séptima pérdida era la del bullicio callejero. Aquí si que se vive en la calle. No como lugar de protestas, manifestaciones u otras herramientas de confrontación social o política como ocurre actualmente en nuestro país. Aquí la calle es el centro de la vida real, el escenario en el que todo discurre y en donde todo cabe. Existe un caos en el que no parece haber responsables y en el que cada cual tiene que saber navegar guardando la ropa. Todo son espacios delimitados como en nuestro país, sin embargo, ninguno de ellos está consolidado como tal. Las aceras son aceras, pero también son aparcamientos de coches, lugar de puestos callejeros, depósitos de escombros, acumulación de residuos, zonas vedadas ante el Palacio Presidencial,… y en todo momento se circula sin cesar, con numerosos ruidos pero sin estridencias, todo es un deambular de un lado para otro, con pequeñas cargas en la cabeza, con carros tirados por animales, con rebaños pastando entre la gente o moviéndose por cualquier parte…

En octavo lugar había perdido la invasora sensación de un estado confesional. Si bien es cierto que Senegal es respetuoso con otras confesiones como la católica, de la que vimos algunos templos muy semejantes a los nuestros, e incluso de religiones animistas en determinados grupos más minoritarios, la influencia musulmana es tan evidente que me resultó muy llamativo el momento de la oración alrededor del mediodía cuando, de pronto, el muecín amplificado por la megafonía de la mezquita cercana, pronunciaba las oraciones al tiempo que la vida se paralizaba y cientos de personas extendían sus alfombras en plena calle, en aceras y soportales, paralizando el tráfico e impidiendo la normal circulación de seres y vehículos mientras duraban los rezos. Ahora que en Alcázar se han levantado voces a favor y en contra de un estado laico que garantice neutralidad y respeto por todos los credos, solo habría que darse una vuelta en momentos y lugares como los descritos para darse cuenta de lo que significa estar bajo la tutela de una confesión religiosa que impregna con sus tentáculos toda la vida civil.



Y una última pérdida recuperada vino de la mano de la visita a la isla de Gorée, a escasa distancia de Dakar, nos recuerda el no tan lejano tiempo en que los humanos eran sometidos a la condición de esclavos como algo natural. Quizá ahora hay otras esclavitudes modernas y disimuladas, pero aquella era real y consentida. En la llamada Casa de los Esclavos durante tres siglos se metieron a las personas en barcos que las llevaron al otro lado del océano Atléntico como mercancía. La casa, declarada por la Unesco patrimonio de la humanidad, cuenta la historia de cómo fue el mercadeo de personas aquí. Hay salas de cribaje (hombres, mujeres, niños, “individuos inapropiados”) y una específica en la que se les pesaba. Los capturados debían alcanzar los 60 kilos para garantizar que aguantarían las penurias del viaje.

Gorée aúna la perfección de la islita recogida y serena con unos estratos históricos que estremecen. Pero vale la pena conocer ambas vertientes y disfrutar de ese pedazo de tierra flotando en el océano; refrescarse en sus aguas –al parecer la feliz colonia de escualos que se alimentaba de los esclavos desdeñados por los traficantes ha desaparecido–; y comer un buen pescadote a la brasa mientras se escucha la historia de las signares, las mujeres que hasta finales del siglo XIX se convirtieron en amantes de los colonos europeos alcanzando un estatus superior y una vida de mayores comodidades que sus conciudadanas.









En fin, que puedo asegurar que tenía perdidas muchas cosas, muchas sensaciones, muchas vivencias que he podido retomar o recuperar gracias a este viaje cuyos efectos, supongo que se irán apreciando al valorar nuestra realidad con mirada renovada, con el filtro añadido que te proporciona el haber contemplado de primera mano ese otro mundo distante, exótico y atractivo que me ha supuesto la visita a Senegal.



















Justo López Carreño

Junio de 2016

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