Artículos año 2016 VIAJE POR LA TOSCANA<



Relatar un viaje a esta región italiana cuando es la primera vez que se visita puede inducir a caer en los tópicos más usuales y reiterativos. Mi pretensión es huir en lo posible de ellos y fijarme únicamente en lo que especialmente me llamó la atención.

Recuerdo siempre esa distinción a la que aludía el cantante Sabina entre turismo y turisteo y, no sólo no la concreto en mis salidas sino que me gustaría identificar cuando realizo una u otra aunque sea por salud mental.

Pues bien, nada más descender del autobús que nos trasladó de Pisa aeropuerto hasta la Estación de Florencia, nos sentimos como hormigas en un ir y venir constante de turistas en exceso que se repitió cada día de estancia en la vieja urbe al borde del colapso.



En el primer paseo vespertino que hicimos, a modo de reconocimiento de la ciudad, en compañía de María y Jesús, nuestros primos y acompañantes en este viaje, ya pudimos comprobar que las filas, las esperas y las aglomeraciones serían constantes en nuestra visita.

Esto se confirmó a la mañana siguiente cuando priorizamos el acudir a conocer el Duomo y los otros edificios colindantes y simbólicos de la ciudad. Una inmensa fila iba y volvía en uno de los laterales externos del templo organizados mediante esas tiras móviles o improvisadas similares a las de estaciones o aeropuertos que facilitan el obligado civismo en las esperas.

En los espontáneos intercambios informativos con los demás visitantes, muchos de ellos también españoles, habíamos confirmado que el pase al templo era gratis, aunque no incluía el resto de lugares como el Baptisterio de San Juan y el Campanille de Giotto, que completan la excepcional trilogía arquitectónica junto a la Basílica de Santa María del Fiore con la cúpula de Brunelleschi.



Lo más esperpéntico de la visita fue el “riguroso” control inicial de indumentarias a cargo de los funcionarios supuestamente autorizados y encargados de aplicar unos criterios tan volátiles que, como en el caso de Pepy, además de comprar un pañuelo para salvar las apariencias y cubrir hombros y piernas, fuese puesta de patitas en la calle por el mismo sujeto al comprobar que no lo había mantenido durante el resto de la visita.

Y además de todo ello, sólo mencionar los casos de los más previsores que utilizan prendas desechables tales como baberos de peluquería o de quirófano para salvar la revisión. Me pregunto siempre qué diría el Dios a quien todo esto se le tributa si realmente presenciase estos rituales.

El segundo comentario sobre nuestro paso por La Toscana va referido a la oferta gastronómica que se fija entre pizzerías, trattorías y restaurantes, aunque finalmente todos ellos se dan la mano en un intento de ajustarse al precio turístico más asequible y exitoso.

No dimos con la tecla de lugares que rompieran verdaderamente con el listado generalizado que propone pasta, ensaladas y pizza además de algunas escasas especialidades de carne florentina, casi siempre a un elevado precio.



Los vinos propios de esta región, como el Chianti, me parecen muy buenos, pero comparando precios, fueron escasos los que ofertaron por debajo de los 20 euros, lo que dobla el importe en comparación con los que se incluyen en las cartas vinícolas de nuestra zona manchega. Creo que los niveles de renta no son tan desiguales como para admitir estas variaciones.

La misma percepción inflacionista, pero de personas, la tuvimos en nuestra breve gira por poblaciones exclusivamente dedicadas a su explotación turística tales como Monteriggioni o San Gimignano. La primera, de escasa entidad, que proporciona como atractivo subir a una breve muralla para contemplar el paisaje toscano previo pago de tres euros como peaje obligado.



La segunda, es un entramado de negocios turísticos en los que la población autóctona ha desaparecido para dar paso a la industria. No hay rincón habitado que no te ofrezca un reclamo para el consumo turístico y ello sin desmerecer el encanto de una población bien conservada, con su muralla y centro histórico declarados patrimonio de la humanidad en 1990, su Palacio Comunal y especialmente su Torre Grossa, que se alza a 54 m. de altura, nos recordaba nuestra Santillana del Mar, que dejó de ser lugar habitado para convertirse en lugar puramente visitado.

Un ejemplo más de esta distorsión turístico-empresarial fue la visita a una bodega en las cercanías del propio San Gimignano. Al final, no hubo bodega y los organizadores del “tour”, en connivencia pactada con los anfitriones, hicieron un paripé en una sala amplia y contigua al viñedo, en la que ofrecieron una cata de vinos de la zona consistente en una copa de blanco y después otra de tinto, ambos escasos en cantidad, servidos sin su temperatura adecuada y en la misma copa, para acompañar a un plato de plástico en el que flotaban una loncha de embutido típico transparente, un trocito de queso y un cachito de pan que hubo que reservar para mojar sobre unas gotas de aceite como otro de los productos propios de la degustación. En definitiva, una tomadura de pelo para quienes procedemos y habitamos una región en la que vino y aceite son también nuestros productos más emblemáticos.



Quizá la deriva de mis comentarios se vaya tornando agria por redundar en aspectos que restan calidad al conocimiento de otras tierras, sin embargo, creo que es necesario hacer estas puntualizaciones para que los recuerdos de este viaje sean así más fidedignos.

Me sorprendió por su majestuosidad el Palacio Pitti, residencia de los Medici y posteriormente de los grandes duques de Toscana. Aunque tanto éste como cualquiera de los grandes museos que albergan esa ingente cantidad de arte, sobrepasan lo que es asimilable en una jornada matinal y terminan produciendo saturación y cansancio.

Curiosamente me produjeron un gran impacto las imágenes de creaciones y modelos que temporalmente han expuesto en algunas salas sobre el creador y y diseñador Karl Lagerfeld y especialmente su recreación del mito sobre Dafnis y Cloe con la mágica cara de la modelo que encarna a la musa.



Esa misma tarde completamos la visita a los jardines de Boboli que se encuentran a la espalda del palacio en una colina empinada y cuyas dimensiones son impresionantes aunque su estado de conservación deja mucho que desear. A la salida del Palacio nos encontramos con una exposición de coches antiguos de gran lujo que parecían emular con su presencia el imponente marco de fondo que los acogía.

La última jornada antes de regreso la pasamos en Pisa, a la que llegamos en un puntual y cómodo viaje ferroviario con Trenitalia, cuya compañía reside a escasos metros de nuestro Hotel Diplomat de Florencia en la Plaza de la Estación.



Nada más llegar y facturar nuestras maletas, los propios operarios de la consigna se encargaron de facilitarnos un plano de la ciudad que nos marcaba claramente la línea a recorrer para llegar a la zona principal de monumentos, es decir, el Duomo y la famosísima Torre Inclinada, sabiendo que la afluencia turística sería igualmente desbordante.

Sin embargo, lo más llamativo para mí fue el paseo hasta llegar por distintas calles peatonales, arcos con algún mercadillo, numerosas bicicletas circulando entre los peatones y, cómo no decirlo, la plaza donde se reúnen varios edificios universitarios ente los que destaca la Escuela Normal de Magisterio, una joya de la arquitectura que merece ser contemplada.

Sinceramente, estas zonas unidas a ciertos edificios renacentistas y la vista general que ofrece el río desde alguno de sus puentes ya merecen la pena para que la ciudad sea visitada y recordada como una de las de mayor encanto dentro de la Toscana.







Justo López Carreño

Julio de 2016

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